Respuesta a la carta a la directora de El País que ha sido viral: “Soy maestra y ya no tengo vocación”
Se me caía el alma al suelo, cada vez más profundo, con cada mensaje de apoyo a Sara y de culpabilización a esos padres, esas redes, esa sociedad y de manera solapada a los niños. “Los niños han podido con su vocación”.
Y lo entiendo, como maestra y como educadora. Toda mi compasión y apoyo van hacia Sara y hacia todos los maestros que poco a poco van perdiendo la ilusión y el respeto. Yo misma recuerdo la energía y la alegría con la que llegaba a mis clases al principio de mi carrera mientras me desalentaba ver la desgana en la que habían caído mis colegas que llevaban años como docentes, el sarcasmo, el desdén, el cinismo y la falta de confianza en los alumnos. Al principio de mi carrera, me preocupaba llegar a esa situación, “¿me pasará lo mismo?” me preguntaba. Y poco a poco su desdén fue justificando mi frustración en clase: era más fácil culpar al alumno de una clase fuera de control, o al mismo alumno por su mal comportamiento, y es más fácil culpar al ente abstracto que es la sociedad, los padres en general o las redes. Cualquier cosa que no fuera yo, la persona adulta que voluntariamente ha aceptado y elegido ser la educadora de ese grupo de niños, de ser la responsable de esos chavales durante las horas en las los padres/tutores nos los encomiendan y que nosotros, conocedores de la tarea y el grado de responsabilidad aceptamos y por la que nos pagan.
¿Pero somos conocedores de verdad de la responsabilidad que estamos adquiriendo?
Es fácil pensar que un docente es responsable sólo de la formación académica del alumno, de sus conocimientos en diferentes áreas. Como mucho, atribuímos a los educadores la responsabilidad de educar al alumno en civismo, a vivir en sociedad, a adquirir valores éticos y morales… Pero quizá se nos olvida un poco que en tanto que educadores somos modelos de comportamiento y somos individuos con un impacto indiscutible en el desarrollo psicológico de estos alumnos. Nos guste o no, contribuímos en su neurodesarrollo emocional y social, porque no solo pasamos con ellos casi más horas que sus propios padres, sino que además somos una la otra figura adulta en posición de poder con relación al alumno.
Los padres no necesitan ser profesionales en psicología, neurociencia, trauma, salud conductual o educación, los educadores, en mi opinión, sí deberíamos serlo.
Y es que ante gran influencia, gran responsabilidad.
El cerebro de nuestros alumnos cuando estamos trabajando con ellos está en plena absorción no solo de conocimientos de matemáticas, inglés o historia, sino también de patrones de comportamiento que conducirán a la formación de sinapsis. Estamos trabajando con niños y jóvenes cuyos cerebros no están desarrollados todavía, y que están atravesando un gran desarrollo neuronal y poda sináptica, haciéndolos altamente susceptibles a desregulación emocional, ansiedad, adicción, etc.
Empecé este artículo extendiendo toda mi compasión hacia Sara del Toro Esperón y todos los educadores que han perdido o están perdiendo su vocación. Ahora, me gustaría extender mi compasión hacia los alumnos en general, y en particular a aquellos con mal comportamiento.
Toda forma de comportamiento es una forma de comunicación.
¿Quiero decir con esto que disculpo el mal comportamiento de dichos alumnos? No, en absoluto. Lo que quiero decir es que como persona adulta responsable de ese alumno, debo tener compasión por él, sentir curiosidad por las causas de tal comportamiento y la inteligencia emocional suficiente para regular al alumno de nuevo.
“La disciplina no está de moda y sin disciplina la vida no funciona”, responden algunos a la carta de Sara. Y yo me pregunto cuál es la línea que separa la disciplina de la violencia emocional o psicológica (clara está ahora la física, pero no desde hace tanto tiempo, que le pregunten a mi madre que todavía la duele la vara de corrección). Y es que una cosa es ser estricto con las consecuencias de los actos del alumno, y otra cosa es ser duro con el alumno.
¿Por qué se portan mal muchos niños? La carta de Sara menciona los tres mayores culpables: los padres, la sociedad y las redes. Y sí, si son. Pero poco podemos hacer en tanto que educadores para mitigar su impacto. Poca es la influencia que podemos tener en los padres, mínima la que podemos tener en las redes y ninguna en la sociedad. Mi influencia radica en mi comportamiento en tanto que parte integrante de la sociedad, y en mi relación con el alumno en tanto que persona adulta y responsable de su bienestar (primero) y educación (después).
Nada de lo que explica un mal comportamiento en clase, una falta de respeto, un comportamiento conflictivo, etc, hace la tarea de lidiar con tal comportamiento más fácil. No es fácil. Pero es que ser educador no es fácil, ¿verdad?
El problema está en los extremos en los que nos movemos. La disciplina que añoran algunos esconde cierta violencia emocional (cuando no física). La falta de acuerdo y ejecución estricta de las consecuencias que deben tener ciertos comportamientos no implica una falta de violencia emocional, pero asegura una restricción o enlentecimiento del aprendizaje del alumno.
¿Qué es la violencia emocional?
Según la Asociación Española de Pediatría es “La violencia emocional, también conocida como abuso mental o psicológico, puede darse en una multitud de formas, como por ejemplo: atemorizar, aterrorizar, amenazar, explotar, rechazar, aislar, ignorar, insultar, humillar o ridiculizar a un niño. Puede tratarse asimismo de no prestarle apoyo emocional, desatender sus necesidades educacionales o médicas, exponerle a violencia doméstica y acoso psicológico o someterle a novatadas.” Y yo quiero centrarme en dos: no prestarle apoyo emocional y desatender sus necesidades educacionales.
Es difícil traer compasión hacia un alumno que nos está complicando la vida si pensamos que la razón por la que el alumno nos está complicando la vida no justifica dicho comportamiento, no es relevante, la desconocemos o no podemos hacer nada por hacerla desaparecer. Y, en parte, estaríamos en lo correcto. Pero en parte, no. Y esta es la parte que me interesa.
A menudo, el mal comportamiento esconde problemas de salud mental, neurodiversidad, ansiedad, enfado, impotencia, etc. Entonces, si cuando un alumno se porta mal, pienso por defecto que él o ella es quien más está sufriendo, quien está atravesando una desregulación emocional o del sistema nervioso y quien no sabe cómo, ni tiene los recursos para salir de esa espiral, es más fácil sentir compasión.
Y si a esto añadimos que, a menudo, los alumnos no tienen acceso a un adulto emocionalmente disponible en su familia o entorno, entonces, ¿no sería bueno que el educador se convirtiera por defecto en ese adulto emocionalmente disponible que todo menor necesita para aprender a regularse emocionalmente y a regular su sistema nervioso?
En mi opinión, todo educador debería mostrar tres cualidades:
- Compasión
- Curiosidad
- Inteligencia Emocional (adulto emocionalmente disponible)
Y es que sí, las redes sociales impactan en la salud mental del alumno al minar su autoestima. La inestabilidad económica en casa afecta a la salud mental del alumno al ver peligrar su supervivencia. Los horarios de trabajo de los padres pueden impactar en el vínculo afectivo y la salud mental de los hijos (ej. hiperactividad e inatención). Padres que se divorcian o que arrastran un trauma, o que, simplemente, no son emocionalmente maduros tienen un impacto en la salud mental del alumno. Desafortunadamente hay muchísimas cosas que ponen en peligro la salud mental del alumno y por ende dificultan su buen comportamiento. Pero estas no las podemos cambiar nosotros solos. Lo que sí podemos hacer es convertirnos en ese adulto refugio y apoyo para el alumno, de uno a uno. Porque la realidad es que tenemos a chavales sufriendo ansiedad, trauma, temor, desesperanza, abuso, etc, y sus cerebros no están listos para lidiar con ello ellos solos. Necesitan a un adulto disponible emocionalmente más que los conocimientos que impartimos, y a veces, el único adulto emocionalmente disponible es el profesor.
Por eso es tan importante la formación continua del profesorado.
Por eso es tan importante que los educadores se formen en una educación sensible al trauma.
Por eso es tan importante aprender a mirar hacia uno antes de culpar al otro del fracaso de una relación, como la que se forma entre el educador y el alumno.
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